Prosa poética

Yurumí

Hacía mucho calor, un poco más que siempre. El aire estaba pesado, húmedo. El dulzor de las flores inundaba el ambiente y ese perfume, que tantas veces disfruté extasiado, ahora se sentía como un vapor sofocante. Las hojas verdes de las plantas, cubiertas por una fina capa de polvo rojo, pedían agua. El sol, alto y azul, sonreía con desprecio.

Íbamos por el caminito de tierra. Nuestro destino era una chacra en medio de la selva. La única forma de llegar era a pie. Un arroyuelo cercano brindaba el agua necesaria para el cultivo. Las cosechas, junto con los animales, cubrían la alimentación de los peones; lo que fuera necesario para el ocio y el placer se traía de afuera.

Íbamos despacio, el camino se hacía largo e interminable, se oían el canto de las chicharras y el de los pájaros. A veces, podíamos ver mariposas amarillas, que en pequeños grupos, revoloteaban. El calor, deidad indescifrable, a veces indulgente, a veces despiadada, cedió un poco en su tozudez y nos acompañó de una manera amigable.

Nos detuvimos un momento por el cansancio y los mosquitos, ávidos de sangre, se acercaron.

Oí algo extraño. El sonido de ramas crujiendo y rompiéndose al paso de un animal. El temor se incrustó en mi cuerpo. Me acomodé como pude y esperé.

Se dice que la espera suele ser peor que el encuentro con lo temido.

Lo vi aparecer como un sueño, como una pesadilla: a paso lento, como si supiera que su aparición era un privilegio para nosotros, vi al animal. Grande, gigantesco, llevando un manto gris y negro, con su trompa extraña y alargada y las zarpas feroces.

Pasaron pocos segundos, salió de la espesura y cruzó el camino sólo para volver a ella.

Ese día, estuve en el paraíso.

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‘Oso hormiguero’ (1776) Francisco de Goya (Atribuido a Anton Raphael Mengs hasta 2011) Foto MNCN-CSIC

Despertar

Después de un largo dormir, el despertar fue abrupto. Repentino. Poético.
Abrió los ojos y entre el sueño y la vigilia el mundo tomó forma. Otra forma, una que no había visto porque sus ojos siempre miraron lo mismo.
De repente, como un rayo solitario en un cielo claro, vio toda su vida. Su infancia, su adolescencia, su presente. Siempre la misma idea, siempre el mismo temor: ser notada, sobresalir. Y cada vez que algo, un mínimo destello, una pequeña señal indicara que la mirada del otro se posaba en ella, en su cuerpo, en sus actos, abandonaba todo y corría por refugio.
Claro, no se trataba de la realidad pues nadie la miraba, por lo menos no de la forma en la que ella suponía. Era ella la mirada, eran sus ojos los que buscaban esa confirmación una y otra vez.
Ahora, con ese despertar había otra forma. Recordó sus sueños de infancia: ser importante, sobresalir, cambiar el mundo. Recordó también sus clases de música, las felicitaciones, los conciertos, y cómo de repente todo eso perdía sentido, dejaba de interesarle. Claro, sobresalía.
Siempre sintió un exceso en su cuerpo, lo femenino de su forma la inquietaba profundamente. Los hombres la miraron desde temprana edad, y lidiar con esa mirada y excitación era difícil. Fue más fácil esconderse en ropa holgada, masculina, o vestirse con envolturas de alfajores de chocolate, engordando, ocultando.
Nunca supo bien cómo relacionarse con los hombres, menos aún con las mujeres. Los hombres le parecían fáciles de leer, no proponían sorpresa. Las mujeres, en cambio, le generaban un cierto rechazo, porque eran absolutamente impredecibles, sin medida, sin límite. La propia mujer en ella era un problema, y por eso se disfrazaba de hombre, o de mujer, de revolucionaria, de luchadora, de cualquier cosa que sirviera para ocultar esa extraña fragilidad que no sabía cómo manejar.
Despertó, y no podría volver a dormir, por lo menos no ese sueño de independencia y feminismo mentiroso. Justamente descubrió, al abrir los ojos, que no bastaba la forma femenina para saber qué hacer con ese cuerpo femenino. Y que todo el sueño que soñó antes, era de ella, y no de otro.

Judith and Holopherne. Gustav Klimt. 1901

El dragón de Komodo

Negra su piel, áspera, sucia.
Lento o veloz, avanza siempre con certeza.
En su niñez debe huir, porque es carne para otros. Trepa árboles, espera allí.
¿Tiene madre? El dragón de Komodo es renacimiento de sí mismo, es el desafío de la hembra a la naturaleza.
En soledad no necesita macho, se duplica, los crea para sí.
Se reproduce desafiando la ley, y muestra, ante todo, que la vida siempre se abre camino.
Animal casi mítico. Vestigio de dinosaurio confinado en una isla.
Gigante entre los suyos.
Violento, feroz. Un roce de su boca es la muerte. Muerte cruel y lenta, que vacía el tiempo.
El dragón de Komodo es un monumento al tiempo, a la muerte, a lo efímero de la vida.
Y en su andar encuentro la belleza que sólo la muerte nos permite disfrutar.

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