Hacía mucho calor, un poco más que siempre. El aire estaba pesado, húmedo. El dulzor de las flores inundaba el ambiente y ese perfume, que tantas veces disfruté extasiado, ahora se sentía como un vapor sofocante. Las hojas verdes de las plantas, cubiertas por una fina capa de polvo rojo, pedían agua. El sol, alto y azul, sonreía con desprecio.
Íbamos por el caminito de tierra. Nuestro destino era una chacra en medio de la selva. La única forma de llegar era a pie. Un arroyuelo cercano brindaba el agua necesaria para el cultivo. Las cosechas, junto con los animales, cubrían la alimentación de los peones; lo que fuera necesario para el ocio y el placer se traía de afuera.
Íbamos despacio, el camino se hacía largo e interminable, se oían el canto de las chicharras y el de los pájaros. A veces, podíamos ver mariposas amarillas, que en pequeños grupos, revoloteaban. El calor, deidad indescifrable, a veces indulgente, a veces despiadada, cedió un poco en su tozudez y nos acompañó de una manera amigable.
Nos detuvimos un momento por el cansancio y los mosquitos, ávidos de sangre, se acercaron.
Oí algo extraño. El sonido de ramas crujiendo y rompiéndose al paso de un animal. El temor se incrustó en mi cuerpo. Me acomodé como pude y esperé.
Se dice que la espera suele ser peor que el encuentro con lo temido.
Lo vi aparecer como un sueño, como una pesadilla: a paso lento, como si supiera que su aparición era un privilegio para nosotros, vi al animal. Grande, gigantesco, llevando un manto gris y negro, con su trompa extraña y alargada y las zarpas feroces.
Pasaron pocos segundos, salió de la espesura y cruzó el camino sólo para volver a ella.
Ese día, estuve en el paraíso.