Muerte

El entierro del pez

 

Ocurrió en Andresito, un pueblo ubicado al norte de la provincia de Misiones, cerca de la frontera con Brasil. Allí se encuentra un mundo distinto, con límites que se cruzan una y otra vez, y muchas veces sin que lo notemos.

Desde lejos, en la ruta, podía ver las hileras de casas que brillaban en el contraste de la tierra y el cielo. Esas casas me fascinaban porque eran todas iguales y blanquitas. Parecían la maqueta de una ciudad que poco a poco se estaba terminando.

No sé cuántos años tenía, supongo que entre nueve y diez.

Fuimos a visitar a unos amigos de mi papá, amigos que él había hecho por medio de la política. Él estaba metido de cabeza con el peronismo, con distintos cargos en la provincia. Así hizo muchos amigos, que lo acompañaron cuando estaba arriba y desaparecieron cuando estaba abajo.

Cerca de la casa a la que llegamos, había un arroyo, así que al rato nos dijeron que podíamos ir a meternos al agua.

La emoción por ir a descubrir el lugar y también el calor me hicieron salir rápidamente. Después de caminar unas pocas cuadras, vi a un montón de chicos, casi todos varones, tirándose desde un puente, había otros nadando y otros pescando. El arroyo era más grande de lo que yo esperaba.

No recuerdo quién estaba conmigo, supongo que mi hermano. Sí, en cambio, recuerdo muy bien el sol en lo alto porque era apenas pasado el mediodía, no había sombra en ninguna parte porque había pocos árboles, pero todos reían, se escuchaban gritos y mucho bullicio. No era el sonido típico de la hora de la siesta.

El agua del arroyo era de un marrón rojizo, como ladrillo. Me daba un poco de miedo meterme porque no se veía el fondo, así que decidí esperar cerca de los que pescaban. Me quedé sentada en una piedra grande, remojándome los pies. Al lado mío estaban los que pescaban con cañas de tacuara, y un poco más allá los que nadaban y jugaban. Yo miraba la línea de pesca y pensaba si los que estaban nadando en algún momento se iban a enganchar con los anzuelos.

Después de un rato, empecé a ver que salían los peces, algunos chiquitos y otros más grandes. Pensaba en cómo los peces quedaban atrapados con algo tan sencillo y precario. Me entretuve con eso, como consuelo por mi cobardía.

Cuando estaba en situaciones en las que no sabía cómo encajar, aparentaba estar perdida en mis pensamientos, pero eso no siempre funcionaba. En ese momento seguían todos a los gritos, divertidos, y yo miraba el agua como si alguien me la hubiera prohibido. No era la primera vez que me pasaba.

De repente vino un chico y me pidió que pusiera las manos en forma de cuenco, como cuando te van a dar algo. Lo hice, y me dio un pez. Estaba sorprendida, halagada. Tan repentinamente como me lo dio, se fue. De todo ese grupo de varones, entre los que yo quería pasar desapercibida y no sabía qué hacer, alguien me había visto.

Inmediatamente busqué algún recipiente para ponerlo, para que respirara, pero no había nada. Entonces corrí desde el arroyo hasta la casa con el pez en las manos. Fue una gran distancia para mí, y para el pez mucho más.

Al llegar entré a la cocina y llené la bacha con agua. Pero el pez ya había muerto. Estaba muerto desde que me lo dio.

Quedé mirando por unos instantes ese cuerpo flotando sin movimiento, y lo hice con una perplejidad mentirosa: sabía que estaba muerto, pero quería hacer algo que era imposible.

Decidí entonces que era necesario darle un entierro. Busqué algo para guardarlo. No había nadie en la cocina, afuera tampoco estaban.

Hacía mucho calor. Salí de la cocina y di vueltas por la casa. En el fondo había un jardín. Tenía unas pocas plantas con flores y pasto recién plantado, de ese que se coloca en planchas. El resto estaba pelado, sin nada, sólo la misionera tierra roja. Mientras miraba todo eso, seguía con el pez en la mano. Por una parte, no quería soltarlo, y por la otra, empezaba a sentir asco. El olor del pez, que antes no me molestaba, ahora se sentía insoportable, lo llenaba todo, no se iba a borrar simplemente con agua y jabón.

Cuando finalmente apareció alguien, le pedí una caja. Por supuesto que me preguntó para qué era y le expliqué lo que iba a hacer. Después fui al fondo, escarbé un poco la tierra y lo metí ahí. Arriba le puse unas flores, que arranqué del mismo jardín. Lo hice rápido, casi como quien hace algo indebido. Apenas terminé, hice un gesto de solemnidad y pensamiento, como vi que lo hacían en las películas, mirando las flores sobre esa tumba improvisada.

Supuse que tenía que rezar, que era lo que se hacía, decir algo sobre ese ser que había muerto. ¿Pero qué podría decir sobre ese pez que quise salvar y no pude?

Mi padre se enteró de todo, porque uno de sus amigos, el que me dio la caja, le fue a contar, y con un tono burlón, que era su tono de siempre, me criticó porque, según él, se podía hacer una comida que yo estaba desperdiciando.

Un rato después de escucharlo, fui a ver la sepultura. Tenía que corroborar que el pez estaba allí. Saqué la tierra, pero algo allí se movía. La tierra estaba polvorienta, seca, y en ella pude ver con claridad el movimiento de muchos gusanos que se acercaron al cadáver para comerlo. Llegué al pez y lo volví a enterrar. Ya era de la tierra, no era más mío.

El calor seguía con fuerza, nada había cambiado. El pez había muerto, enterrado en ese jardín a medio hacer, en medio de la nada. Profané la tumba que yo misma le había hecho y vi algo que no debería haber visto.

Vuelvo a pensar en ese entierro. Por qué era necesario para mí. Hacía unos meses a mi madre le habían dicho que necesitaba un trasplante. No recuerdo si en ese viaje ella estuvo con nosotros.

2021

 

Las que no se detienen

En 2016 mi hija quedó muy conmovida al enterarse que en la dictadura se robaban los bebés. Tenía siete años, y pensaba en esos pobres bebés a los que separaron de su mamá y su papá.
Le dije que eso fue horrible y que sí, que había pasado; y que es importante recordar para que no pase otra vez.
Luego le hablé de las Abuelas. Le expliqué que a los bebés los están buscando, y que a veces los encuentran. Y que esas abuelas que los buscan, los buscan siempre, no se detienen, no paran de buscar. No se olvidan de ellos. Que muchas de esas abuelas también son madres que buscaban a sus hijos.
Ese mismo año hubo una invitada de un país extranjero, primera dama de un presidente flamante y carismático de EE.UU que se puso a hablar de ‘la valentía de las mujeres argentinas’ cerca del 24 de marzo, y no nombró, deliberadamente, a las Madres y Abuelas… La omisión quedará para la historia, pues lo hizo para no quedar mal con sus anfitriones pasajeros, que se destacaron por despreciar la lucha de estas mujeres, incluso llegaron a decir que ellas hacían negocios con los derechos humanos.
En el recuerdo se chocan lo efímero y lo perdurable. El oportunismo y el abrazo por una causa que cambia la vida.
Mi hija, en su niñez, se quedó tranquila, y yo también.

Para mí, para mis adentros y para el que quiera oír: si querés saber sobre mujeres valientes pensá en ésas, las que no paran, las que siguen y que no se rinden. Ésas son mujeres valientes. Mujeres que con un pañuelo se enfrentaron a la dictadura, y esos hombres tan poderosos todavía les tienen miedo, porque, justamente, ellas no se detienen.
Hay algo de paz en el mundo al saber que hay mujeres así. Porque está la muerte que es inevitable, pero también están estas mujeres que buscan y hacen existir a esos que no están, por siempre.
Gracias por ellas

Hacerse cargo de la muerte

Ayer vi una película que me encanta, es de Denis Villeneuve, se llama Arrival (La llegada). La vi más de una vez.
Es la historia del encuentro con extraterrestres y los intentos por hablar con ellos. La lingüista que lo logra, cambia, vive el tiempo de otra manera; y descubre algo hermoso y terrible sobre su propio futuro y el de su familia, y se hace cargo de ello, elige hacerse cargo de la vida y de la muerte. No retrocede.

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Y eso me gusta, hacerse cargo de la vida es hacerse cargo de la muerte.
La vida es vida siempre y no lleva la cuenta, no hace balance, esa rendición final que supone y espera un saldo a favor. La vida es más compleja que eso, que columnas de entradas y salidas… A veces las pérdidas son imprescindibles, a veces las ganancias tienen costos muy altos…

En fin, cambia el año, y lo que le deseo para mí y para otros es una vida implacable.
Que tengan un excelente 2020.

Briareo

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Hace una semana murió mi perro Briareo. Era un mestizo marrón y negro, callejero de nacimiento, al que adoptamos de casualidad.
Una noche de verano fuimos caminando hasta la casa de una compañera de facultad para llevarle una carpeta. Quedaban los últimos finales de la carrera, y con Sebastián disfrutamos siempre de las caminatas. Claro, además, en aquel tiempo siendo estudiantes no disponíamos de mucho dinero para gastar. Por ello, en una combinación amable de ahorro y paseo íbamos caminando a todas partes en la ciudad.
La cuestión es que vivíamos desde ese entonces en El Mondongo, y nuestra compañera vivía por la zona de la Terminal.
Llevamos la carpeta y a la vuelta pasamos por la estación de trenes. Fue allí donde lo vimos. Un cachorro flaco hurgando las bolsas de basura que, al vernos, movió la cola con tanta fuerza que parecía que bailaba. Nos encantó. Nos seguía a cierta distancia, se acercaba con desconfianza y luego se alejaba. No sabíamos si llevarlo con nosotros o no, porque la verdad era que no teníamos plata y un perro era un gran presupuesto.
Hicimos un trato mentiroso entre nosotros: si el perro nos seguía, era nuestro. Por ello, con cada paso que dimos desde la estación hasta nuestra casa miramos dos veces hacia atrás, llamando al cachorro.
Desde ese día Briareo formó parte de la familia.
Briareo era su nombre oficial, en honor a los Hecatónquiros, aquellos que lucharon con los Olímpicos contra los Titanes. Lucharon por la belleza. Eran tres: Giges, Coto y Briareo. Sebastián luego le hizo un poema.
Pero además de su nombre oficial Briareo tenía su otro nombre, el cariñoso, lo llamábamos “El Chori”.
El Chori fue un buen perro, compañero. Cada vez que salíamos a caminar se quedaba con nosotros, nos cuidaba. Era mediano y ladraba como un perro grande. Obedecía, no se dejaba mimar demasiado, era muy inquieto.
Vivió con nosotros quince años, y la vejez lo alcanzó.
Un sábado cayó al suelo y no se pudo levantar más, la cadera ya no le respondía, tampoco la mente. Parecía un zombie. Dejó de comer y beber.
Al no recuperarse y ver que sufría llamé a la veterinaria. El Chori murió un día antes del cumpleaños de mi hija. No quise que las fechas coincidieran.
Llamé a la veterinaria con el pedido de que le practicara la eutanasia. Ella lo había estado tratando y coincidió con el pedido. Era lo más adecuado.
Lo hicimos en casa, y tuve a mi perro conmigo. Le hablé, lo acaricié, vi cómo pasó de respirar agitadamente a dejar de respirar. Lloré con él, lloré por él, lloré por mí.
Quince años de su vida fueron también quince años de mi vida.
No deseo tener más perros. Ya tuve los míos. Miro el fondo del patio y lo busco. Sé que no está, pero no dejo de buscarlo. Lo escucho ladrar.
La muerte de El Chori es otra muerte más que se inscribe entre aquellas que llevo conmigo. Es pérdida, es recuerdo, es vida.
Espero que haya un cielo de perros y que mi perro esté allí, luchando por la belleza.

La rata

Pasé por la calle de siempre, caminando con calma, luego de haber dejado a mi hija en la escuela. Desde una esquina pude ver cómo tres hombres golpeaban con fuerza sus pies en el suelo. Supuse que estaban matando a un animal, y que podría ser una cucaracha, aunque tuve dudas de que fuera así.

Al acercarme vi cómo dos de los hombres se alejaban y el tercero, en cambio, se quedaba en el lugar, con su pie sobre el cuerpo de una rata.
No me generó asco ni aprehensión. La rata no era una rata sino un ser vivo que agonizaba. Lo vi de repente.
La miré a los ojos, algo me obligaba a hacerlo, una especie de «no debería mirar pero tengo que hacerlo», y lo que vi fue el rostro del animal con sus ojos entrecerrados, desangrándose, desfalleciendo, quedándose lentamente sin la vida que se le escapaba… Quedé conmocionada.
La rata tenía en sí la belleza ominosa de la muerte, porque ese momento la vida se le estaba yendo del cuerpo.
De cierta manera me gustan las ratas, y lamenté mucho el destino que le tocó a esta, en ese momento y en ese lugar.
Quedé conmovida, porque la muerte de la rata expuso algo que siempre está allí, pero nos empecinamos en negar: que la vida es impiadosa en una forma neutra que la hace más impiadosa todavía, no es ni justa ni injusta, escapa a todo criterio humano, que es criterio de goce.

La vida quema, la vida es real.

La danza de las ratas

Ferdinand van Kessel (1648-1696), ‘Der Tanz der Ratten’ (La danza de las ratas), 1690