Pesadilla

La verdad

a R. S. A.

Estábamos en la pequeña sala de mi casa, sentados alrededor de la mesa. Ella estaba sentada en la silla frente a mí.
Hablábamos de muchas cosas, y la conversación había sido muy amena, hasta que llegado un momento en el que no pude ocultar mi malestar la miré y  le dije, con la boca cargada de un sabor amargo:
-Lo que me angustia es que no me digas la verdad…
Ella, con una sonrisa burlona, respondió: «¿Qué es la verdad?»
Enojado, porque no se hacía cargo, le respondí:
-Te voy a dar un ejemplo, si aquí mismo hubiera dos mujeres desnudas besándose y entrara uno de mis amigos lo primero que él diría es que son dos lesbianas… Vos en cambio responderías carne humana,  que ni siquiera es mentira…

Ella volvió a sonreír y no dijo nada.  Luego se puso de pie y comenzó a caminar hacia uno de los rincones de la habitación, alejado de la mesa y de la luz.

La cara antes sonriente, comenzó a transformarse. Continuó caminando, con paso decidido, hacia el rincón.  Desde ese momento sólo pude ver su largo cabello. Se quedó quieta, y no dijo nada más.
Tuve miedo de ver su rostro. La angustia que tuve al pedirle que me dijera la verdad volvió en forma de terror.
No esperé a que se diera vuelta y salí de allí.

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The dark corner, de Vitor Antunes (CC BY-NC-ND 2.0)

Sueño de una hija que se ahoga

Estoy en una casa, no sé si es la mía. Las paredes son blancas, muy luminosas.
Mi hija me acompaña, y está nadando en una habitación contigua que tiene una pileta. Es como un pozo lleno de agua, que ocupa casi todo el espacio del suelo. Están las paredes blancas, y el agujero lleno de agua.
La miro, veo cómo nada, hasta que ya no puede sostenerse y comienza a hundirse. Veo su desesperación, y comienza la mía.
Le digo a un hombre (que nunca vi antes) que tengo al lado: -¡Hacé algo! ¿¡No ves que se está ahogando!?-
El hombre queda paralizado, inmóvil.
Rápidamente me saco la ropa y, desnuda, me tiro al agua.
Me sumerjo y me falta el aire. Veo a mi hija bajo el agua, casi llego a ella, pero no aguanto y vuelvo a la superficie por más aire. Nuevamente me hundo para buscarla, la agarro con fuerza, y subimos.
Ella está inconciente. La toco, trato de reanimarla, entonces la escucho respirar y me quedo tranquila.
El hombre observa todo, estupefacto. Le digo que llame a emergencias.
Llega el personal de emergencias, la revisan, la estiran como si fuera de goma, le hacen cosas extrañas que parecen no provocarle ni dolor ni molestias. Me inquieta ver eso; recuerdo de pronto que estoy desnuda y trato de cubrirme.
Mi hija pasa, de ser una niña de seis años, a ser un bebé cuando me la entregan en brazos.
Una de las mujeres de emergencias se da la vuelta, me mira, y me pregunta un poco sorprendida: -¿Ése es el padre?-
Miro hacia atrás, para ver a quién señala, y veo a mi padre; viejo y decrépito, tal como estuvo en sus últimos momentos de vida.
Desconcertada respondo: -Mi hija tiene dos padres.-
Y en ese preciso instante, al pronunciar esa frase aparece el rechazo por ese padre viejo.
Miro de nuevo a la mujer de emergencias y le digo: -Todo ha cambiado para mí.-
Y despierto.

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Ilya Repin – Sadko en el Reino Subacuático

¿Abstención?

Hoy toca la abstención. Frente a una imagen que desgarra la carne con una cuchara sin filo, intento la abstención.
La fotografía circula por todas partes, es imposible no verla. Periódicos, blogs, sitios, e-mail, todo. La imagen está en todo. Es un niño soñando el sueño de la muerte en la arena.
No sé cómo, pero recuerdo algunos pensamientos sobre algunas cosas que me gustan, films que siempre hablan de lo mismo: la venganza. La venganza rápida y despiadada que intenta redimir el daño, como si un daño se reparara con otro más grande… en otra parte, como si un equilibrio pudiera generarse.
Recuerdo cosas sobre lo simbólico, la violencia… pero no alcanza. La indignación, el horror, no sirven para nada. Lo dejan a uno quieto, paralizado. También lo llevan a moverse y a descubrir que frente a algo así lo que hay que hacer es radical, no basta ni lo simbólico.
Esa muerte de hoy, mañana todos la han de olvidar. Esa fotografía que horroriza ya se ha convertido en mercadotecnia.
El capitalismo lo consume todo. Primero, claro, a la humanidad misma.
Matar o morir, matar o mirar, mirar morir, morir.

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Aivazovsky – Crash

Septiembre, 2015

Metatrata

Apenas nos mudamos supe que algo no estaba bien. La casa, muy vieja en algunos sectores, no me gustaba. Había una presencia en ella todo el tiempo, algo que me observaba. Fue como regresar a un pequeño infierno infantil.
Después de pasados apenas unos días descubrimos el mecanismo de expansión de todas las habitaciones. Junto al mecanismo había algo que lo operaba. La casa expandía y modificaba su forma si yo lo pedía, pero a veces lo hacía a criterio propio. Era, de alguna manera, como el libro de arena, pero yo siento que el espacio de una casa es acaso más aterrador que un libro, porque el libro es más tiempo que espacio.
Nunca sola, siempre mirada, siempre con temor.
La casa, vieja, viejísima, tuvo muchos habitantes. Antes había funcionado en ella un jardín de infantes, y fue antes todavía muchas otras cosas.
Al principio, traté de manejar mi miedo hablando con aquello que operaba el mecanismo, con el operador. Él era, no sé si lo dije, lo más aterrador del mecanismo. Le hablaba, me dirigía a eso y obtenía como respuesta algún movimiento en las habitaciones. Ellas se ampliaban, o se achicaban, o aparecía un subsuelo, o quizá se podía ver el estrato más bajo de todos, en el que estaban las cloacas y otras cosas que no supe descifrar. Las cloacas eran algo así como un suelo blanco con agua que circulaba todo el tiempo, y en él se podían ver todos los desechos. Ellos cubrían toda la superficie de la casa, y si el operador quería se podían ver en cualquier parte.
Pasaron algunas semanas, y al principio traté de olvidarlo o hacer como si eso no existiera. Pero al final pudo más el querer saber, o quizá pudo más eso.
Una tarde decidí contactarme con algunos de los habitantes anteriores de la casa. Accedieron a visitarme y nos reunimos en el salón principal, que estaba completamente en silencio.
–¿Querés saber?
–Sí.
Hicimos una ronda y comenzamos a contar.
–¡Uno! Metatrata.
–¡Dos! Metratrata.
–¡Tres! Metatrata.
–¡Cuatro! Metatrata.
–¡Cinco! Metatrata.
Seguimos así hasta llegar al número doce. No entendí cómo sabía lo que tenía que decir ni tampoco la fuerza con la que lo dije. Sólo sé que al llegar al número doce me quedé sola. Entendí que al mencionar un número, uno de nosotros desaparecía. El número era absolutamente singular, íntimo y desconocido para cada uno. Al llegar al número doce me quedé sola. Y entonces me angustié y me puse a llorar, y sentí, con la piel erizada y el terror más profundo, que algo estaba a mi lado. Supe que era eso que yo llamaba operador. Cerré los ojos con fuerza, no quise mirar. Pero de nuevo pudo más querer saber. Finalmente abrí los ojos y vi que no estaba a mi lado, pero seguía dentro de la casa. Había regresado al interior del mecanismo.
Fue entonces que entendí algo más, aunque no sé cómo. Eso, como una madre, como un vigía, como algo que amaba y devoraba la vida sin límites, estaba allí para cada uno. Y, si llegué al número doce era por causa de algo mío, por ese temor, por algo en mí que sostenía la vida de eso.
Pensé que el número doce tenía que ver con una edad: doce años. Yo ya no tenía doce años pero en esa casa era como si los tuviera, como si el tiempo hubiera querido detenerse allí, en esa casa vieja, viejísima, que estaba allí como si hubiera estado allí desde siempre, desde antes del tiempo.
Supe que si eso tan aterrador estaba vivo, era porque yo lo mantenía vivo. Eso quedó allí.
Le hablé a las paredes y me fui, sin mirar atrás.

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Maman (Mamá) -Spinne Kunsthalle- Autor: Windschatten

La serpiente

Caminé a través del jardín para salir del parque, y vi la fuente. La prisa que me empujaba desapareció. Fueron pocos segundos en los que quedé atrapado y la contemplé. No era una fuente que se caracterizara por su belleza, era sencilla. Pero encontrarla, justo en ese momento, fue como un signo del destino.
Era una fuente que tenía esculpida la figura de una serpiente enroscada en su parte superior. Quieta, alerta, a punto de atacar. Sobre un fuentón sobresalía una pequeña varilla, y en ella se sostenía la serpiente.
Miré su boca, sus ojos desafiantes, su mirada de muerte y vacío. Recordé momentos de mi infancia, la felicidad, los juegos, el calor, las frutas, la tierra roja.
La tristeza me ahogó, el recuerdo fue mucho más perturbador que la mirada de la serpiente. Quedé paralizado, como quien contempla la cabeza de Medusa. Es que había recuerdo y muerte, que son dos nombres de lo mismo, en la serpiente.
No sé cuánto la contemplé, pero sí supe que era una señal del destino. Ese animal, ahí, esperándome.
El recuerdo fugaz, la angustia de lo perdido, desapareció; y la serpiente comenzó a moverse, lenta, firme, decidida: se fue.
Continué mi camino, salí del parque. Recordé a la mujer de Lot, su desafío a Dios, y decidí no mirar atrás.

Serpientes

Serpientes. Mischtechnik, 2002, de Margarita Pellegrin