Madre

Las que no se detienen

En 2016 mi hija quedó muy conmovida al enterarse que en la dictadura se robaban los bebés. Tenía siete años, y pensaba en esos pobres bebés a los que separaron de su mamá y su papá.
Le dije que eso fue horrible y que sí, que había pasado; y que es importante recordar para que no pase otra vez.
Luego le hablé de las Abuelas. Le expliqué que a los bebés los están buscando, y que a veces los encuentran. Y que esas abuelas que los buscan, los buscan siempre, no se detienen, no paran de buscar. No se olvidan de ellos. Que muchas de esas abuelas también son madres que buscaban a sus hijos.
Ese mismo año hubo una invitada de un país extranjero, primera dama de un presidente flamante y carismático de EE.UU que se puso a hablar de ‘la valentía de las mujeres argentinas’ cerca del 24 de marzo, y no nombró, deliberadamente, a las Madres y Abuelas… La omisión quedará para la historia, pues lo hizo para no quedar mal con sus anfitriones pasajeros, que se destacaron por despreciar la lucha de estas mujeres, incluso llegaron a decir que ellas hacían negocios con los derechos humanos.
En el recuerdo se chocan lo efímero y lo perdurable. El oportunismo y el abrazo por una causa que cambia la vida.
Mi hija, en su niñez, se quedó tranquila, y yo también.

Para mí, para mis adentros y para el que quiera oír: si querés saber sobre mujeres valientes pensá en ésas, las que no paran, las que siguen y que no se rinden. Ésas son mujeres valientes. Mujeres que con un pañuelo se enfrentaron a la dictadura, y esos hombres tan poderosos todavía les tienen miedo, porque, justamente, ellas no se detienen.
Hay algo de paz en el mundo al saber que hay mujeres así. Porque está la muerte que es inevitable, pero también están estas mujeres que buscan y hacen existir a esos que no están, por siempre.
Gracias por ellas

La mantis religiosa (el mamboretá)

El sol vibraba en el aire, el calor de la tarde se hacía cada vez más fuerte. A lo  lejos, en todas partes, se escuchaban los pájaros y las chicharras. La siesta, una vez más, me encontraba despierta. Grandes peleas tuve con mis padres por ello, ellos querían dormir, y yo nunca pude hacerlo. ¿Cómo dormir una siesta? En esas horas todo se detenía, no había nadie, y se podía correr y pasear, y descubrir todo sin sentir la mirada reprobatoria de algún adulto.
Esa tarde, llena de calor, quise ir al árbol de guayabas.
El guayabo estaba lejos de la casa, en un lugar rodeada de mangos, que por comparación lo hacían ver más pequeño. Apenas crecido, el tronco ya tenía dos ramas que se separaban en una amplia bifurcación y  que permitían trepar de una manera muy cómoda. No había que hacer mucho esfuerzo y se podía alcanzar algún fruto. Las guayabas no se veían muy lindas, pero eran ricas, eran una sorpresa. A veces tenían pequeños gusanos, pero igual las comía.
Salí de la casa, y al llegar al árbol encontré en el tronco una mantis religiosa, un mamboretá. Al principio me asusté. No la había visto.
El bicho estaba tranquilo, posado, en un estado casi extático. De repente se movió.
Era pequeña, pero era hermosa. Mi miedo me dejó observar a cierta distancia, no sabía por qué pero creía que iba a volar hacia mí.
Era pequeña, pero muy delicada, toda verde, con sus patitas en esa pose característica por la que recibe su nombre, uno ve a la mantis y parece que está rezando.
No supe por qué pero esa mantis me hizo pensar en mi madre, era una combinación extraña de belleza y peligro, de aquello que deseaba y lo que no podía tener.
Esa tarde, no recuerdo si al final pude comer las guayabas, pero sí pude ver a la mantis de otra manera. Todo en esa tarde se había convertido en algo extraño y fascinante.

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Fuente de la imagen: Scientific Illustration

Dos recuerdos de la niñez

Llego a mi casa de la clase de órgano, tengo las partituras para practicar. Mi madre toma la partitura de «Moritat», lee las notas y canta.

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Veo planos sobre el escritorio de mi padre, medidas, números, dibujos… No entiendo cómo eso ahí escrito luego va al mundo, cómo encaja en el mundo… con el mundo.

Esos dos recuerdos son similares, algo escrito toca el mundo: ¿cómo es posible?
Recordar que la canción era Moritat añade sorpresa: lo que no tiene sentido es la muerte.

Si me preguntaran por qué el psicoanálisis tan sólo respondería: porque por medio de lo simbólico se puede tocar lo real.

 

La lechuza

Ayer por la noche pasé una hermosa noche con amigos. En medio de la charla, del jolgorio y las risas, les conté por qué me gustan ciertos animales.
Según señalaron mis amigos estos animales comparten una característica que a primera vista yo no había notado: son animales -según sus criterios- carentes de belleza. Entre esos animales se destacan los gatos esfinge y los dragones de Komodo.

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Una vez, en mi niñez tuve la extraña idea de ir a preguntarle a mi madre si yo era linda, si era bonita. La respuesta de mi madre me marcó porque quedé aferrada a ella, es decir le creí a mi madre.
Ante la pregunta mi madre me miró y dijo:
«Hubo una vez una lechuza que había tenido crías, y tenía que alimentarlas, por lo tanto tuvo que ir a buscar comida para ellas. Dejó el nido, y al hacerlo se cruzó con un águila y le advirtió que no se comiera a las crías, el águila prometió no hacerlo.
Al regresar al nido, las crías no estaban.
La lechuza buscó al águila y le preguntó: -¿Has visto unos pichones hermosos, todos blancos y pequeños que estaban aquí en mi nido?
El águila respondió: -No, en el nido sólo encontré unos bichos horribles y me los comí.
Conclusión: Las madres siempre ven lindos a sus hijos.»

Quedé aferrada a esos bichos horribles.
Y así he vivido hasta ahora: el bicho soy yo.
Por ello creo que siempre se puede encontrar algo de belleza, aún en esos animales que la gran mayoría considera feos.
Hubo mucho tiempo en mi análisis para poder nombrar eso, es decir aceptar que siempre lo viví de esa forma, que escuché ese relato y que quedé aferrada a él.
Mi madre fue descuidada, trató de decir la verdad. Y eso habla mucho sobre ella.
Las madres pueden ser brutales.
Los bichos horribles dieron un ser, una consistencia. Frente a ser nada, era preferible ser eso.
Luego descubrí que, en verdad, uno puede ser también otras cosas.
La marca permanece, pero es otra.


Fuente de la imagen: BHL

El pavo real

09c7850a4ab1a06be99063949f467011En la feria del barrio, la que está los sábados por la mañana, hay un puesto de verduras. Allí atiende una señora, de la cual no puedo precisar la edad.

Su rostro está marcado por el tiempo. El cabello, recogido con un rodete, tiene líneas plateadas que se pierden.
Es bajita, ágil, amable. Tiene en sus orejas unos pendientes dorados con forma de pavo real, con piedritas rojas que brillan en cada una de las plumas de la cola.

Esos pendientes me recuerdan un pasado cargado de amor y cariño, de cobijo y abrazos. Esos pendientes me recuerdan a muchas mujeres que ya no están, y que me cuidaron a lo largo de la vida, y a las que tomé por madres mías.
Esos pendientes se han convertido para mí en señal de amor: la chica que me cuidaba  y vivía con nosotros, la señora que cruzaba el puente todos los días bien temprano para despertarme con un beso antes de hacer las tareas de la casa, la vendedora de chipa que yo saludaba cuando iba a la escuela. La maestra que me regalaba libros y me abrazaba todo el tiempo. La abuela de una amiga, a la que visitábamos y nos daba consejos cargados de paciencia.

Mujeres que estuvieron para mí y que me adoptaron y yo adopté, y que me quisieron y yo quise. Todo eso encierra el pavo real.

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